sábado, 18 de mayo de 2013

La Luna. Un astro para medir el tiempo e impulsar la inteligencia.





La Luna es el objeto astronómico que más ha hecho pensar, imaginar, sufrir y deleitarse a nuestra especie desde sus mismos orígenes, incluso desde antes de que nos convirtiéramos en los actuales 'Homo sapiens'. Su imponente presencia en el firmamento nocturno y la regularidad cíclica de sus fases han ayudado a la humanidad a ahondar en dos de sus más importantes éxitos evolutivos: la capacidad de medir y dominar el tiempo y la ambición de trascender los estímulos sensitivos para intentar explicar el mundo con la mente.

Contra la monotonía del ciclo solar del día y la noche, al que estamos ya acostumbrados desde antes de nacer gracias a la acción en nuestro cuerpo de ciertas hormonas, las fases de la Luna debieron suponer un auténtico reto para el primer sapiens que miró con curiosidad el cielo. Entender que, tras los ligeros cambios que se observan cada noche en el astro, subyace un patrón, y que, por tanto, la mente humana es capaz de adelantarse a ellos y predecirlos, fue sin duda uno de los más grandes hallazgos de la historia. Quizás, incluso, fuese el primero de ellos: había nacido el tiempo para nosotros, y con él la posibilidad de dividir las estaciones, los trabajos, los periodos de caza y siembra... La vida ya no sería nunca más un continuo fluir hacia ninguna parte, sino una sucesión más o menos organizada de tareas, eventos, etapas que concluyen y nuevos retos por venir. Todo bajo aquel preciso e inclemente reloj que fue la Luna para las primeras sociedades humanas, marcando sin cesar el paso de los días, los meses, los años.

Las lenguas indoeuropeas contienen un amplísimo registro etimológico de esta relación entre la Luna y la medida del tiempo. La raíz más antigua que se conoce es el término indo-ario ‘me’, que significa ‘luna’ y del que se derivan las palabras en sánscrito ‘mas’ (luna), ‘masas’ (mes), ‘mati’ (medida) y ‘ma’ (tiempo). En el griego antiguo, la Luna pasa a ser ‘mene’; el mes, ‘men’; la medida, ‘metron’. Por eso hoy usamos palabras como ‘mensurable’ o ‘menstruación’, un ciclo que casualmente coincide con el lunar y, por tanto, con el mes de los calendarios lunares (en los solares, que son posteriores, la duración del mes está ligeramente ampliada para hacer coincidir al año con el ciclo de las cuatro estaciones).

Estas raíces aún se conservan, de un modo u otro, en todas las lenguas indoeuropeas. Distintos idiomas de Europa usan las palabras ‘mane’ (danés), ‘maan’ (holandés), ‘mond’ (alemán) u otras similares para referirse a nuestro satélite. En inglés aún se dice ‘moon’ (luna), ‘month’ (mes), ‘measure’ (medida)... En castellano, todos estos términos también mantienen su raíz sánscrita, excepto ‘luna’, que, al igual que en italiano, francés o ruso, proviene del latín. Pero también en esta lengua había una estrechísima relación entre la medición del tiempo y el satélite terrestre. En la Roma clásica, el máximo sacerdote tenía la labor de subir a la colina Capitolina y anunciar (en latín, calare) el comienzo del nuevo mes cuando veía aparecer la Luna nueva. Por ello, el primer día del mes recibía el nombre de calenda, y de ahí deriva nuestra palabra 'calendario'.

El tiempo, un regalo cósmico

Más allá de las lenguas indoeuropeas, los términos ‘luna’ y ‘mes’ poseen la misma raíz etimológica en casi todo el mundo, lo cual no es de extrañar si recordamos que un mes, al menos en origen, es exactamente una luna, es decir, el tiempo que pasa desde que nace una Luna nueva hasta que ésta muere y desaparece por completo del firmamento. El tiempo, la capacidad de medir y controlar la vida, no es para nuestros ancestros una dimensión del universo ni una cualidad interna de la mente humana, sino un regalo cósmico -o, quién sabe, quizás una maldición- emanado de aquella blanca y brillante deidad que reina en las noches. La Luna, como cualquier otro dios pagano, se involucra en nuestras vidas, pero ella permanece eterna, inmutable en su periodicidad. Nuestro tiempo, advertiría Platón, no es sino una imitación de la eternidad que se vislumbra en los cielos.

Fue este genial pensador, fundador de la Academia de Atenas, el primero que supo ver -o, al menos, el primero cuya obra nos ha llegado- hasta qué punto la visión del firmamento y del incesante ritmo de los astros es inseparable de la noción del paso del tiempo. Platón consideraba que allá arriba habitaba la perfección, y que todo lo que vivimos y sentimos en nuestro mundo –incluido el pasar de los años- es sólo un pobre y triste reflejo de aquella realidad superior. Lo que la Luna, el Sol y los planetas nos han enseñado con sus movimientos cíclicos es un modo de delimitar y comprender el tiempo, de hacerlo nuestro; de traer a la Tierra unos pedazos de eternidad sobre los que desplegar nuestras vidas. Según explica Platón en el Timeo, una de las obras maestras de la filosofía griega, el cielo y el tiempo surgieron en el mismo instante, ambos a imagen de la eternidad, y los astros fueron creados para que el hombre fuese capaz de medir numéricamente el tiempo.

Bien es cierto que, en el mundo académico actual, las geniales intuiciones de los sabios de la Antigüedad no se consideran, ni mucho menos, como verdades científicas, lo cual no quita para que tengan un inmenso valor cultural. Hoy sabemos que, si los pensadores de la antigua Grecia no llegaron más lejos, fue precisamente porque les faltó un elemento fundamental del método científico: corroborar sus ideas mediante la experiencia. Confiaron tanto en la capacidad de su mente para discernir sobre lo que ocurría a su alrededor, que se olvidaron de comprobar qué ideas eran realmente buenas y cuáles no eran sino pura fantasía. Aunque cabría preguntarse: ¿Por qué pensaban así? ¿Qué les llevó a desdeñar la validación experimental de las teorías? El filósofo de la ciencia Karl Popper, uno de los pensadores más importantes del siglo XX, intentó contestar a esa pregunta, inspirándose para ello en los estudios astronómicos de uno de los más admirados y enigmáticos filósofos griegos: Parménides.

El enigmático Parménides

Nacido hacia el 540 a. de C. en Elea, Parménides estudió muy posiblemente con los pitagóricos, pero los abandonó para seguir las enseñanzas de Jenófanes y crear su propia escuela. Sus ideas sobre el ser lo llevaron a sentar las bases de la lógica elemental, lo que le garantiza un lugar privilegiado en la historia de la Filosofía. Parménides pensaba que todo ser es eterno e inmutable, y aseguraba que este conocimiento le había sido revelado por una diosa en una especie de delirio iniciático.

Más que en ningún otro sitio, en la Grecia clásica la locura es fuente de sabiduría, y de este viaje maníaco y alucinatorio brotarán las semillas del pensamiento lógico más puro: el ser, es; el no ser, no es. A partir de esta tautología, de apariencia inofensiva y surgida de las mismas entrañas del mito, nace inevitablemente un nuevo mundo gobernado por límites, definiciones y fronteras. Ya no podremos volver a ser, a ver o a pensar al mismo tiempo una cosa y su contraria. Hemos sido separados de la naturaleza, y estamos solos. Únicamente el humano ha de obedecer a su propia lógica: nunca más seremos bestias, y jamás podremos ser dioses. La inspiradora de este terrible y grandioso salto al vacío, de acuerdo con la interpretación de Popper, no habría sido otra que la Luna. La misma Luna que constantemente crecía y decrecía sobre el cielo transparente de Elea, ante la atenta y rigurosa mirada de Parménides.

El filósofo de Elea realizó varios descubrimientos astronómicos de interés, entre ellos que la Luna no tiene luz propia, sino que refleja los rayos solares. Siguiendo una práctica que hoy resultaría insólita, pero no tanto en un tiempo en que aún predominaba la transmisión de la cultura por vía oral, Parménides redactó en forma de poema sus estudios de la naturaleza. Los siguientes versos dan cuenta del hallazgo:

               'Brillante en la noche con el regalo de su luz

               alrededor de la Tierra vaga,

               por siempre dejando que su mirada

               se vuelva hacia los rayos de Helios'.

Helios, naturalmente, es el Sol, y el de Parménides fue un descubrimiento astronómico de primerísima magnitud. Gracias a él pudo Anaxágoras, poco después, ofrecer una explicación científica de los eclipses. Fue el primer paso, además, para descubrir que los astros interactúan entre sí y que no todo gira en torno a la Tierra, que no somos el centro del universo. En 1992, en uno de sus últimos trabajos, Karl Popper escribió: "Desde el día en que leí estas líneas por primera vez, hace 74 ó 75 años, nunca he mirado a Selene sin darme cuenta de cómo su mirada realmente se gira hacia los rayos de Helios (aunque él a menudo está bajo el horizonte). Y recuerdo a Parménides con gratitud".

Los sentidos nos engañan

Hasta que Parménides enunció su teoría, se creía que la Luna era una llama de fuego que crecía y se apagaba alternativamente, o bien que el movimiento de planos celestiales (entendiendo la idea de plano como una realidad física y tangible) ocultaban y volvían a mostrar al astro con sus movimientos mecánicos. Pero el pensador de Elea se había dado cuenta de que es la propia luz del Sol, encargada de iluminar al disco lunar, la que determina que lo veamos de una forma u otra -o incluso que no lo veamos en absoluto-. La conclusión es clara, sobre todo para alguien que no conoce la naturaleza de la luz y tan solo ve cómo un objeto aparece y desaparece ante sus ojos: no podemos fiarnos de lo que vemos; los sentidos nos engañan.

Solo la razón, por tanto, serviría para analizar argumentos y teorías, de acuerdo con el filósofo y astrónomo de Elea. “Parménides fue el primer gran teórico, el primer creador de una teoría deductiva, uno de los más grandes pensadores de la historia. No sólo construyó el primer sistema deductivo, sino también el más ambicioso, más osado y más escalofriante que nunca se haya hecho”, afirma, a más de dos milenios vista, un maravillado Karl Popper.

Parménides fue, por eso mismo, el primer pensador en tomar partido por uno de los dos bandos que desde entonces han dividido a filósofos y científicos de toda índole. "La guerra aún continúa", recuerda Popper. "La guerra de la observación y la experimentación contra la teoría; de los creyentes en la percepción sensorial contra los pensadores: tanto en la ciencia como en el academicismo". No es esta la única guerra ni la más cruel, aunque sí la más longeva, que ha provocado la observación de los astros a lo largo de la historia.

Ángel Díaz | viernes 17/05/2013

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